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LOS TICOS Y LA MÁSCARA

De Mario Alberto Jiménez Quesada

 
Después de muchos años de ausencia como caricaturista ha reaparecido Paco Hernández bajo el seudónimo de "Seringa". Nadie ha saludado su retorno a pesar de que cuando se escriba la historia de nuestro humor, Paco Hernández merecerá entre los dibujantes el primer puesto por la gracia espontánea de sus garabatos y el acierto de sus chistes, que ofrecen muy buena síntesis del carácter costarricense. Su última caricatura es el diálogo de un turista con un concho.  

El macho+ dice:  

- Gusta mucho carnaval de Costa Rica. Yo volver otro diciembre. Y el patillo contesta:
- Cuando guste, macho. Puede venir en cualquier tiempo. ¡Aquí todo el tiempo es carnaval!
 
 
Esto es exacto. Sí señores, los trescientos sesenta y cinco días del año y trescientos sesenta y seis si es bisiesto, vivimos en perpetua mascarada. Somos el país de la ilusión. Pero pareciera que de este venturoso y progresivo fenómeno nacional muchos no se dan cuenta o si se dan no les parece todavía suficiente y a menudo leemos artículos y gacetillas abogando para que en Costa Rica se introduzca la sana costumbre del carnaval, esto es, que a una señal dada todos nos pongamos antifaz y vestidos de pierrot, de arlequín o de turco salgamos por esas calles tirándonos confetti y serpentinas. Desde luego, la idea les encanta a quienes piensan que la mejor industria nacional sería transformarnos en un país de operetas para vendernos todos al turismo. Esto no es nuevo; desde años cada año oigo lo mismo. He visto muchos intentos para aclimatarnos al carnaval y después del fracaso las lamentaciones, doliéndose de que los ticos* no sepamos y no querramos divertirnos como en los buenos tiempos de París y de Venecia. Estos regaños son injustificados. Hace muchos años, tal vez más de cien, ya los franceses (y Francia es el país de donde vino toda la literatura romántica del carnaval) decían: "El carnaval ha muerto; rezad por él". Pero algunos ticos no quieren rezar sino resucitarlo y se empeñan en crearnos la costumbre cuando en Francia y en Italia (el país natal de los carnavales) la costumbre se extinguió y sus resabios son ridículos.
    Olvidan igualmente los que tanto echan de menos esos hábitos entre nosotros, que el verdadero sentido de los carnavales europeos, estuvo unido a la religión. Todas esas locuras provienen de las bacanales y de las saturnales de los paganos, locuras que pasaron luego a los cristianos, los cuales hacían sus carnavales desde el día de la Epifanía hasta la víspera del miércoles de ceniza. Parece que los españoles no fueron muy dados a copiar los carnavales al puro estilo francés o italiano y de ahí que el rey Momo no hubiese podido hacernos con facilidad súbditos suyos, mientras que conservarnos intacta nuestra hispanidad que era mucha por lo poco de indio y menos de negro que teníamos. perfectamente que antes, en mi infancia y aún en tiempos de muchacho, el costarricense era reacio para disfrazarse. Costaba. Ni los más humildes, ni aun los niños, se exponían al ridículo poniéndose siquiera esos sombreritos de cotillón que ahora abundan en las calles de San José y no faltan en las fiestas plebeyas y también elegantes. Teníamos un sentido racial de la dignidad muy castellano. Los extranjeros nos encontraban "profundamente quietos". San José era una ciudad de personas severas, altivas y nadie se prestaba para divertir al prójimo meneando las caderas y pintarrajeándose la cara. Era la llamada tristeza costarricense. De pronto eso cambió y dimos en lo contrario. ¿Será que nos hemos antillanizado? Creo más bien que nos sajonízamos. Nuestros pedagogos han tenido su buena parte en ese cambio. La escuela costarricense ha hecho poderíos por enseñarnos a disfrazarnos y a vivir en un clima de ilusión. No hay día del año que no veamos las parvadas de escolares disfrazados de holandeses, gitanos, hadas, enanitos, brujas, pieles rojas, gatos, conejos... ¿Y cuál es el niño favorito de la maestra? Aquel que por su aspecto se presta mejor para hacer el papel de príncipe azul en las representaciones escolares. Esta tendencia general no es contradictoria con el propósito de implantar las mascaradas. Todo lo contrario, es coadyuvante. Lo contradictorio es que nos desvivimos por implantar el carnaval cuando, como ha dicho el humorista, todo el año es carnaval en Costa Rica. Carnaval es hacer loco y todo el tiempo hacemos loco. Carnaval es vivir sin otras preocupaciones que la del foot ball. Carnaval es nuestra enseñanza pública con sus paradas cívicas en las que escuelas y colegios marchan contorsionándose con bandas y atavíos circenses. Carnaval son los boy scouts dirigiendo el tránsito. Carnaval son los matrimonios con best man, mejor amiga, cupidos y damas vestidas de malva, rosa y celeste. Carnaval son las "primeras comuniones" en masa, llenas de detalles teatrales donde naufraga el candor de los niños y se pierde el simbolismo del acto. Carnaval son nuestros torneos para elegir reina de belleza. Carnaval es el falso folklore que se propicia oficialmente propagandeando trajes y [danzas] regionales que nunca usaron ni nunca bailaron nuestros "labriegos sencillos", más que sencillos alicaídos. La carne de los costarricenses se ofrece a la tentación de los extranjeros en prospectos y afiches, ataviada con trajes multicolores como si fuéramos un país de gitanos. Carnavales son nuestros bachilleratos. Carnaval son los colegios particulares donde sus empresarios, educandos y padres de familia gozan engañándose mutuamente sobre la preparación de sus hijos. Carnaval son los treinta y un días completos de diciembre, con la ducha continua de villancicos y de confetti en la Avenida Central, con la dieta de manzanas y uvas californianas, con su embrollo de personajes contradictorios y en competencia: san Nicolás, el Niño Dios, los Reyes Magos y los altos dignatarios de los Poderes Públicos repartiendo juguetes en medio de un molote* infantil. No sólo los hombres nos disfrazamos sino que también disfrazamos nuestra naturaleza tropical. Como hadas las elegantes señoras de los clubes florales van por todo derramando su nieve artificial. El mismo Niño Dios debe asombrarse de verse aquí rodeado de tanto reno y de tantos pinos germánicos, él que era casi beduino. Carnaval...
 
           Pero esa es nuestra virtud nacional, volverlo todo fiesta y sainete. Que el rey Momo se venga con nosotros. Que definitivamente abandone los países donde hay majaderos preocupados en plantearse problemas éticos, estéticos, científicos, filosóficos, políticos o económicos. Momo tendría aquí su reino, perdón, su república. Él siempre ha sido un buen compinche de los políticos, de los mercaderes y de los teólogos, gente toda cuya misión es hacernos felices aquí en la tierra como en el cielo. Que a Costa Rica se le cambie el nombre por Costa Alegre. Que el extranjero sepa que este es el país del cascabel. Por supuesto, no olviden que si nos inundamos de muchos centroamericanos arriesga a aguársenos la dulzura del carácter. Ojalá que al Instituto de Turismo no se le vaya de la mano.
 
          El sentido de nuestras llamadas "fiestas cívicas" y con las cuales nos acostumbramos a cerrar un año y abrir otro, fácil es de explicar.
No había en Costa Rica diversiones de ninguna clase y la monotonía de vida tan pobre y triste reclamaba alguna variación, algún escape. Las "fiestas" fueron nuestro carnaval; durante ellas de hecho y de derecho se podía hacer un poco de loco sin ser criticado. De derecho, porque ciertos excesos estaban cuasi legalizados, como la "trompada libre", esto es, que a nadie se detenía ni multaba por arriarle a otro de mojicones. Antes era común en el año oír entre querellantes decirse: "esto lo arreglamos en las fiestas"; "en las fletas nos veremos”. . . etc. También hubo su tiempo de "guaro libre"*. El Estado instalaba frente a la Fábrica Nacional barriles de aguardiente y sírvase gratis y a discreción lo que quiera. El juego fue hasta hace poco igualmente libre. San José se convertía en un Monte Carlo. Aún gente muy joven recordará haber visto en la Plaza González Víquez a hombres y mujeres mezclados sin distinción de clases ni de edades jugar casi frenéticos el día con la noche. Esta suspensión o interrupción de ciertos aspectos del derecho es o era, una de las verdaderas curiosidades nacionales. O mejor, "las fiestas" tenían su derecho consuetudinario propio y diferente. Esta tolerancia era carnaval. Un carnaval en mucho a la española, y de ahí los indispensables toros jugados por quienes quisiera en promiscuidad, como decía el costumbrista, "los de chaqué o de chaqueta" y nunca con participación de diestros profesionales. Un carnaval en que nadie se ridiculizaba a sí mismo y menos al prójimo; recuérdese, "trompada libre". Todo lo contrario, la tendencia característica era exaltar la vanidad y demostrar guapeza y varonilidad.
 
     Los artesanos gustaban de pasearse con sus amigas en carruajes descubiertos y adornados. Iban aquéllas provocativas como "en calesa pidiendo guerra". Los distinguidos aprovechaban para sacar a relucir cabalgaduras y aperos y demostrarse jinetes con majeza. El topen que acabamos de ver en estos días recordó algo de ese temperamento; el público se entusiasma todavía al paso de ticos de pura cepa montados con todas las de ley.
 
         Los toros fueron antaño otro pretexto para demostrar bizarría ante la feminidad salerosa. La plaza no era esta de hoy rebosante de chusma cruel, sucia y cobarde. Si los venecianos y los franceses para flirtear se ponían antifaz, los ticos galanteaban a la española caracoleando caballos y sacándole suertes al toro. Así era nuestra alegría y nuestra erótica. Hoy nos zangoloteamos como negros y gritamos como mejicanos. Perdimos lo nuestro, inclusive el difícil grito de guerra y de jarana llamado el " güipipía ".* Los pedagogos dijeron que era mejor cambiarlo por los cheers anglosajones.
 
        En las "fiestas" había una nota de franca mascarada, pero sólo una nota: los llamados "disfraces" o "mantudos". Eran estos una cuadrilla de individuos de humilde condición que se alquilaban profesionalmente para recorrer las calles caracterizando figuras tradicionales y siempre las mismas: el Diablo, a veces acompañado de la señora diabla, porque nada obliga a Lucifer a ser célibe como Dios. El Viejo de la Vejiga, la Muerte, el Torito con comparsas de torerillos, unos cuantos cabezones y atrás cerrando el grupo, el imprescindible matrimonio de gigantes. Marchaban y danzaban los disfraces entre la algazara de cohetes y músicas de pasos dobles.
 
         Me faltan datos, pero todos los indicios están porque esas cuadrillas eran de origen o inspiración muy colonial. El Diablo y la Muerte recordaban un tema del medievo. Los cabezones y gigantes, a Aragón.
 
          El Diablo, naturalmente cruel, corría fueteando inmisericorde a chiquillos despavoridos y a muchachos atrevidos que le jalaban el rabo.
 
        Solía este cuijen * extralimitarse en su fuero satánico y se ponía tan grosero que más de una vez vi a un enojado padre de familia trompearlo o llamar a la policía para que lo metiera en cintura. Era una caracterización excelente. No lo digo yo, lo dicen los Calvert (A year o f Costa Rican Natural History). Vieron una de esas cuadrillas en Cartago y el Diablo los impresionó. Verdaderamente terrorífico, llevaba inmensas y ásperas alas de murciélago.
 
       Hacían muy bien los ticos de antes en sacar el Diablo. Era un acto de justicia.
      P-l tiene derecho preferente para lucir en toda mascarada, no por decorativo sino porque, como se le ha debidamente reconocido, en la historia de este mundo él fue el primero en disfrazarse para engañar a Eva vestido de serpiente. Satanás es el gran inventor de disfraces. Honrémoslo restituyéndole su rango a la par de Momo.
 
       El Viejo de la Vejiga también golpeaba, pero su vejiga inflada de buey o de cerdo era menos lesiva.
 
        La zarabanda del torito embistiendo a diestra y siniestra y sorteado por la chiquillería la recuerdo corno un motivo de Goya. Todo esto fue destruido - incomprensión o ignorancia- por los organizadores, y de aquella cuadrilla sólo restan unos pobres cabezones repetidos, toscos e insulsos, cuya única gracia es alzarse la ropa o rascarse.
 
          Los artistas costarricenses nunca tuvieron ojo para nuestros "disfraces".
     Prefieren escenas de circos europeos; Lautrec no tuvo oportunidad de conocer los "mantudos" ticos. La excepción fue Cano. de Castro. Repetidas veces, en compañía de su esposa francesa, fuimos detrás de estos temas.
 
 
         Mucho podría agregarse sobre nuestras "fiestas". Me limitaré a una observación final. Esas "fiestas" tenían una fibra sadista muy claramente manifestada, desde luego, en las corridas de toros. En ella la muerte no es macabra sino grotesca. Sadismo era el fuete del diablo. La trompada libre. También las aguas perfumadas y enchiladas con que, durante las hoy desaparecidas retretas,* en un indiscutible carnaval, damas y caballeros se cegaban por placer. Sadismo es el confetti en los ojos y gargantas. Recuérdese que hace muy poco no más la policía tuvo que impedir que los niños en los recreos+ se dieran brutalmente con chilillos.  
 
       Se ha meditado poco o nada sobre esta necesidad nuestra de maltrato en las "fiestas" para comenzar sosegados el Año Nuevo. Sean estas notas tan aburridas sólo para recordar que muy a nuestra manera, pero que siempre, tuvimos carnaval si carnaval es hacer loco para tranquilizar la carne. La diferencia con los europeos no está en la ausencia del antifaz. La verdadera diferencia es que ellos después de sus excesos "se borraban los pecados" pintarrajéandose en la frente una cruz con ceniza para, piadosos, comenzar la Semana Santa.
 
  
En Obras completas. (San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1962), torno 1, pp. 235-243- 
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